jueves


Después de los días 
                    (en "Cuadernos de Médano Grande")

No puedo entrar ahí en cuanto llego, siempre dejo pasar algunos días, no tolero ese tic tac insolente que no deja de insistir ni ante la muerte. Antes eran muchos tic tac al mismo tiempo pero ahora oigo uno solo, a veces creo que es el único reloj que se negó a callar en medio del espanto. Ella habla y habla. Todo el tiempo. Casi no respira por contarme la novela de la noche o los valores de la última vez que fue a medirse la glucemia. Antes me molestaba ese murmullo, ahora hasta me parece una canción de cuna, una banda sonora del amparo. Es que si hubiera silencio, sería tan inmenso todo que no podría encontrar alivio alguno en ese paisaje de luciérnagas dormidas. Se mira insistente en el reflejo del vidrio, se acomoda el vestido y un mechón rebelde lleno de canas. Sos linda, mamá, pero hablás demasiado le reprocho con ternura, no me oye, sigue constante su monólogo infinito. En el fondo siempre admiré esa capacidad de comunicarse, de sacudir la indiferencia del mundo con palabras. Estaba luminosa y con arrugas nuevas. Arrugas en la cara que le acentuaban, contradictoriamente, sus rasgos de niña consentida. ¿Viste como están las paredes?, me dijo a la vez que rezongaba porque no sabe qué hacer para la cena, ya no hay nada que te guste, a todo le encontrás un gusto raro, me dijo, fue lo último que oí claro. La mancha en la pared era inmensa, no era una mancha eran muchas. Miles. No eran manchas, era la pared desmoronándose. Las secuelas del derrumbe. Miré más arriba y estaba todo igual ¿Cuándo comenzó? ¿Cómo no me di cuenta antes? Parecen heridas abiertas al desamparo. Así estarán sus manos, desmoronadas, descompuestas, descascaradas. Y su cara de príncipe se habrá desintegrado como la orilla de esa rajadura, allá en la esquina, al lado del cuadrito de la Fragata que le regalé. Pensar que antes me encantaba jugar con las paredes rotas, sacarle un pedacito más, era inquietante descubrir la forma de una rosa o un dragón en esos paisajes del abandono. Se ve que me había repetido varias veces lo mismo, porque sentí que me tomaba de la mano para que la mirara. Yo estaba temblando, sentía tanto frío en ese calor sofocante de enero. Con voz aniñada me dijo: hace mucho calor acá, vení que te hago un licuado, sin leche, ya sé, con agua o con ese jugo que trajiste que es tan dulce pero no tiene azúcar, así tomamos las dos. Mi mano en su mano temblaba como un pájaro herido. Me sacó de un suave tirón de aquella emboscada, de aquel universo perdido que estaba por caérseme encima. Me llevó de la mano a la cocina, como a una amiga querida. Hablaba y hablaba mientras cortaba en trocitos la fruta, lo hacemos de manzana y de durazno, no pude conseguir damascos con lo que te gustan, dijo y preparó dos vasos altos. Abrió el cajón del antiguo mueble y sacó esas dos cucharas largas que brillaban en la patria de mi infancia, había logrado preservarlas de las sombras. Aún brillaban como entonces. Puso una en cada vaso y me asombró descubrir que apenas asomaban por el borde, hubiera jurado que antes del derrumbe, eran tan altas que podían alcanzar el cielo.